Quien sabe ganar, no siempre sabe perder. El ganador asume una actitud de orgullo que puede rozar la soberbia. Aunque hay personas que, cuando ganan un reto, viven el triunfo con humildad, con el valor del guerrero que sabe reconocer el esfuerzo del contrincante por derrotado que esté. Tan sabio comportamiento, es propio de quienes entienden el significado de la vida. De quienes comprenden que vivir no es asunto de fogosidad, sino de honestidad. De consideraciones que impliquen la importancia del otro, indistintamente de la apreciación que pueda tener sobre el problema que atañe al resto.
La política, o mejor aún la política justa, reconoce en la pluralidad la condición social que favorece la coexistencia humana pues en su razón se conjugan valores que incitan disposiciones éticas y morales que plantean la búsqueda del equilibrio necesario como base de la convivencia entre personas que se organizan alrededor de objetivos comunes y dignos. Sin embargo, la desnaturalización de la política, producto de la crisis de paradigmas que engloba las realidades vigentes, ha alentado el desarreglo de organizaciones sociales y políticas con el firme propósito de distanciar las posibilidades de desarrollo de las necesidades de consolidar el crecimiento de las instituciones.
En medio de tan absurdas situaciones, el actual gobierno ha asfixiado a Venezuela. Su visión de país se ofuscó por vientos triunfalistas que tristemente quedaron en el pasado. La arrogancia no permitió “pasar la hoja”. Así, viviendo presumidamente una actitud de vencedor, estos gobernantes equivocaron el rumbo del país en el turbulento mar de la incertidumbre. Hoy con la nave casi naufragada, no quieren aceptar que su proyecto político fracasó. Deberán reconocer que sólo exhibieron una rotunda actitud de perdedor.
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